Crónica de un desamparo
Por Florencia Cornú
Juan viene peleando con el cáncer hace varios años. Por momentos se siente de hierro, indestructible, decidido. A veces se mira y reconoce fuerzas que no sabía que tenía. Se ha puesto al lado de la enfermedad, ha tratado de entenderla, le ha pedido explicaciones: por qué yo, que nunca jodí a nadie? Por qué a mí, que me cuido, que no fumo, que corro 3 veces por semana? Algunas preguntas van quedando sin respuesta, mientras piensa en su familia, en sus hijos, en la vida que se pondrá más dura, en los años que no tendrá, en las cosas que no verán juntos. Y las fuerzas vuelven, y se siente preparado para todos los intentos.
Por eso cuando el médico le dice que la enfermedad avanzó, pese al tratamiento que estaba recibiendo y las imágenes muestran señales de metástasis, las palabras no suenan como definitivas. A lo largo de estos años, frente a cada operación, cada nuevo tratamiento, cada avance o retroceso, Juan se preguntó si era la última vez. Se gastó todo el miedo, sabe que atrás de cada mala noticia hay una nueva posibilidad. Por eso Juan se queda mirando al médico, esperando que termine la frase: El tratamiento actual ya no sirve, nos queda una alternativa pero el medicamento no es proporcionado por el FNR. Y eso qué significa? Significa que lo tenés que comprar, le dice el médico. Juan piensa, hace cuentas, está trabajando menos debido a que los días en que se interna para recibir la quimioterapia, se siente mal. Hace cuentas, piensa dónde podrían ajustar, tal vez un préstamo. El apartamento no lo puede hipotecar porque ya tiene la hipoteca del banco. Piensa y piensa. Hasta que el médico borra, como si fuera un huracán, la nube de ideas que ocupaba su cabeza: cuesta ocho mil dólares por mes. Juan lo mira, sabe que el médico no hace chistes, pero no puede evitar reírse. Eso es imposible.
Juan se va de la consulta sorprendido. El creía que estaba en condiciones de enfrentarlo todo: que no había tratamiento por doloroso o riesgoso que pudiera agarrarlo con las defensas bajas. Se sintió traicionado. No supo definir por qué o por quién. Ocho mil dólares. Cada mes.
Cuando llegó al trabajo, algunos de los compañeros se acercaron para saber cómo había salido todo. Les contó y la reacción fue inmediata: Acá somos 50, ponemos un poco cada uno y empezás. Después, mientras le pedís al FNR hacemos una rifa, pedimos un 0900, tranquilo, entre todos vamos a sacarte adelante. Juan se sintió querido, apoyado pero sin control. Tal vez sea difícil de entender pero para las personas en la situación de Juan, algunas certezas son imprescindibles. Juan no sabe si va a poder curarse, cuánto va a vivir, cómo se va a sentir mañana pero necesita saber qué es lo que tiene que hacer, qué es lo que puede hacer y qué es lo que va a hacer.
El primer mes, se juntó más dinero del necesario, el segundo un poco menos y el tercero apenas se pudo llegar a cubrir la dosis juntando los excedentes anteriores. Juan entendió que no podía seguir cargando a sus compañeros con el peso de su tratamiento y, sobre todo, no podía vivir en la incertidumbre.
Esta tarde tenía consulta con el médico para analizar los resultados de los tres meses de tratamiento. La tomografía mostraba una reducción importante de las lesiones y los exámenes de sangre una disminución de los marcadores tumorales. Juan no necesitaba los estudios, el sabía que estaba mejor porque se sentía mejor. Tenés que seguir, dijo el médico.
Para ese entonces, Juan ya había escuchado hablar de la acción de amparo y le dijo al médico que ese era el camino que iba a seguir. Iba a contratar un abogado para que hiciera un juicio al estado para obtener el medicamento. El médico ya sabía que iba a tener que hacer un informe e ir a declarar al juzgado. Era la segunda vez que se enfrentaba a la misma situación. Con el descontento de tener que cancelar consultas de otros pacientes que, como Juan, también lo necesitaban, accedió, sabiendo que esta era la única chance.
Durante todo el proceso del juicio de amparo Juan volvió a encontrarse con la angustia: todo estaba en manos de un juez, de un sorteo de turnos, de la habilidad de ese extraño que había contratado para cubrir todos los argumentos necesarios para demostrar su situación, de la capacidad del médico de argumentar en favor de su caso, del dictamen de un perito. Los días se llenaron de pasos:
Hoy, obtener la historia clínica. Esto, que parecía lo más sencillo, se volvió un infierno. En la mutualista le decían que debía esperar 10 días, por la demora. Intentó explicar que su caso era urgente, que estaba por presentar una acción de amparo. La funcionaria lo miró como si no entendiera de qué le hablaba. Tuvo que mediar una llamada del abogado a la Dirección Técnica para que la historia estuviera disponible en 3 días hábiles.
Mañana, presentar una solicitud administrativa ante el FNR y el MSP, con toda la documentación de su situación. El abogado ya le había explicado que el FNR contestaría rápidamente, negando, diciendo que no tiene permitido otorgar ningún medicamento fuera del FTM. El MSP no contestaría, o lo haría meses después, luego de enviar el expediente a distintas reparticiones, también con una respuesta negativa. El no tenía ese tiempo, de manera que el amparo debía presentarse ante la primera negativa. Con cierta desconfianza, Juan insistió con el abogado: para qué perder el tiempo en presentar algo que ya se sabe que van a negar? El día que no lo presentemos, nos dirán que falta, fue la respuesta.
Jueves. Llegó la respuesta del FNR. Juan la miró y la miró. Ya le habían dicho que sería negativa pero creía que no podía ser. Había leído que el FNR solo proporcionaba medicamentos con eficacia demostrada y después de todo, luego de 3 meses de tratamiento, él había logrado demostrar que la medicación le estaba haciendo efecto.
Viernes. El abogado preparó los escritos y se los dio a Juan para que los leyera y lo firmara. Se sentó frente a la montaña de papeles: 30 páginas de argumentos, 200 páginas de historia clínica, 250 páginas de copia de otros expedientes por la misma medicación, 180 páginas de informes de la cátedra, estudios internacionales, publicaciones… todo por triplicado. Juan firmó, algunas cosas las entendía, en otras hizo confianza. Trataba de mirar a los ojos a este desconocido en cuyas manos había puesto, ni más ni menos, que el trámite del que dependía su vida. El abogado le explicó que la duración del trámite iba a depender del juzgado que tocara: son cuatro. Algunos son expeditivos y los juicios demoran entre una semana y 10 días. Otros, tienen otro ritmo, y el juicio puede llevar hasta un mes. Juan pensó: en un mes ya no tengo medicamento.
Lunes.El abogado llamó y leyó: convócase a las partes para la audiencia…Juan dejó de escuchar. Oía las palabras, pero no podía interpretar su sentido. Fueron tres días de vivir para esa hora. Trataba de pensar que toda su suerte ya estaba echada, que no había nada más grave que le pudiera pasar que lo que ya le había sucedido…pero cada vez que la posibilidad de obtener la medicación volvía a sus expectativas, el miedo de perder se apoderaba de todo, el corazón se enloquecía, el pecho se estrujaba.
Jueves, otra vez. La audiencia era a las 2 de la tarde pero Juan no llegó, estaba descompuesto. El abogado lo llamaba, la hermana lo fue a buscar, pero Juan no podía recuperarse. Finalmente, con el acuerdo de los abogados del MSP y el FNR, la audiencia se celebró una hora más tarde. Juan se sentó al lado de su abogado y, pese a la amabilidad con la que todos lo trataron, no pudo evitar sentirse un acusado. Culpable de haberse enfermado, culpable de no tener dinero para solventar su tratamiento, culpable de estar allí, pidiendo por su vida. La culpa se transformó en rabia cuando comenzó a escuchar: El MSP cumple actualizando el FTM, la enfermedad del actor ya está cubierta por otros medicamentos, el derecho a la salud y a la vida no significa que se tenga derecho a recibir medicamentos…Juan no entendía: el esperaba que alguien argumentara sobre su caso, no sobre un conjunto de leyes y normas que parecían vacías frente a su vida expuesta en ese expediente. Finalmente la audiencia terminó, la jueza iba a fijar una nueva para los días próximos y no había acuerdo con la fecha: uno de los abogados comentó que los estaban “matando” a audiencias. Juan lo miró y no pudo evitar decir en voz alta lo que tenía atrapado en el pecho: el único que está muriendo en este cuarto, soy yo. Todos miraron para abajo.
Viernes. El abogado llamó a Juan para que depositara en el Banco República los honorarios del perito designado por el juez, el perito hizo un informe convalidando la indicación del médico tratante, declaró en una nueva audiencia, el martes siguiente, a la que Juan fue eximido de asistir.
Viernes otra vez. Llegó el día de la sentencia. Sentencia, pensó Juan, que palabra tan definitiva. Afortunadamente Juan no tenía que ir al juzgado a buscarla porque, otra vez, la angustia y los nervios le jugaron una mala pasada y no pudo salir de su casa. Media hora más tarde de la hora marcada, recibió la llamada del abogado, que con voz llena de júbilo le contaba que la sentencia había salido favorable y que la jueza había condenado al MSP. Ahora, le dijo, urgente al médico, pedir la receta y que llene el formulario que voy a enviarle para presentarnos cuanto antes al MSP para que en 48 horas reciba la medicación. Eran las 4 de la tarde, el médico ya no iba a estar, pero fue hasta la mutualista para conseguir hora para el lunes siguiente. De nuevo, otra funcionaria con cara de “imposible” le explicó que no se dan números urgentes y que el doctor no atiende sin número. Explicó la situación, como aquel día de la historia clínica. Y nada. Hasta que tuvo la idea de subir a la Dirección Técnica, encontró una secretaria bien dispuesta, le explicó la situación y esta se comprometió a comunicarse con el médico para que le hiciera la receta.
Lunes otra vez. Se instaló en la sala de espera para intentar hacerse con lo necesario. Finalmente, documentos en mano, salió al encuentro de su abogado y juntos fueron a presentar todo al segundo piso del MSP. Mientras caminaban el abogado le recordó lo que había explicado la primera vez que se vieron: que el Ministerio tenía 3 días para apelar la sentencia. Es decir, presentar un recurso para que un tribunal de alzada, en este caso uno de los siete Tribunales de Apelaciones, decidiera si revocaba o mantenía la sentencia. Juan recordaba aquellas palabras, pero incrédulo le contestó: no creo que apelen, no me van a condenar a muerte. El abogado bajó la cabeza y murmuró un “quiero que esté preparado” pero no tuvo el coraje para decirle que si, que iban a apelar aunque eso significara exponerlo a una sentencia que determinara la pérdida del tratamiento.
Miércoles otra vez. Efectivamente, a los tres días el MSP apeló la sentencia.
Qué sucedió después? Podrían haber pasado muchas cosas. El tribunal que tocó en el sorteo de turnos pudo haber sido uno de esos que, en general, entienden que el derecho a la salud tiene rango constitucional y debe ser amparado o pudo tocar un tribunal de los que entienden que el MSP cumple su cometido simplemente determinando las prestaciones que integran el FTM. También pudo pasar que tocara uno de esos tribunales en los que las opiniones están divididas y entonces, nuevamente azar mediante, habría que esperar el sorteo para conocer el orden de integración. Dependiendo de los nombres y, sobre todo, del orden en el que salieran sorteados, el abogado de Juan podía ofrecerle una razonable predicción del resultado. Esta incertidumbre pudo llevar días, semanas, haciendo, sobre el cuerpo de Juan, más estragos que cualquier quimioterapia. Nunca, en los años que lleva pelando contra el cáncer, sintió que la lucha fuera más desigual.
Los desenlaces han sido muchos: las sentencias han confirmado las condenas al MSP y los pacientes siguieron recibiendo la medicación por tiempos más o menos prolongados, dependiendo de cada caso. Las sentencias han revocado las condenas y los pacientes han dejado de recibir los medicamentos. Algunos pacientes han perdido la segunda instancia y el MSP, estudiando cada uno de sus casos, ha decidido mantener la medicación, apoyados en la información que el paciente ha aportado sobre su efectividad. Efectividad que, en algunos de esos casos, como el de Juan, ya estaba demostrada ANTES de iniciar los procedimientos que aquí se narran.
Los finales pueden ser distintos: lo invariable es el periplo al que sometemos a nuestros enfermos en la etapa más vulnerable de sus vidas.
Aun cuando el paciente logre acceder al medicamento, aun en el caso en que haya podido litigar sin pagar honorarios de abogados o peritos, hay algo que todos deberíamos conocer: LITIGAR PARA ACCEDER A UN MEDICAMENTO, NUNCA ES GRATIS.
Juan es un nombre inventado pero todos los hechos relatados son reales. Esta historia podría ser la de Elizabeth, Ricardo, María, Javier, Patricia, Lourdes, Darío, Ruben o cualquiera de las decenas de personas que he conocido y con las que he convivido en una de las partes más difíciles de sus vidas.
Cuando alguien quiera hablar de protección, de estadísticas, de gráficas, de cuadros comparativos, los invito a pensar si serían capaces de sentarse frente a Juan y darle esa explicación.
Creo que es fundamental esta tarea de difundir las historias personales de los que sufren. El uruguayo se ha acostumbrado a pensar que lo malo le ha de suceder al otro. esta bueno comenzar a conjugar el “nosotros”.
Abrazo ap`retado
Mercedes Vigil